Mily, que me hace el inmenso homenaje de ser mi esposa, preguntó al fruto de nuestro vientre qué le iba a pedir a Santaclós, y la respuesta de Abelito fue brutal: “Santaclós no existe, mamá, no creo en eso”. Vi a mi esposa morderse los nudillos y caer en el sillón entre espasmos de llanto y alaridos estremecedores, en una admirable pieza dramática tlacotalpeña, estilo que ha perfeccionado tras varios años de estudio. Mientras tanto yo sentía que la esperanza se instalaba en mi corazón. “Vaya, mi hijo ha iniciado la dolorosa pero necesaria labor de deshacerse de supersticiones”, pensé, y conocí algo parecido a la felicidad.
Después de un tiempo calculado con precisión teatral y bien curtido en lágrimas, Mily reinició actividades en su Fiscalía familiar: “Abelito, ¿quién te dijo que Santaclós no existe?”. El chilpayate ni siquiera tuvo que levantar la mirada del cuaderno para propinarle otra estocada limpia en el corazón: “Me lo dijo mi amigo Santiago”.
A Santiago, el hijo de mi hermano el Ocho Cilantros y de Mariola, lo imaginé como un guerrero que con su espada de luz despedazaba tinieblas y me prometí que buscaría la forma de incentivar la amistad clandestina entre Abelito y él, una influencia benigna sin duda, cuando la administradora general de esta sociedad conyugal lo declarara persona no grata. En tanto, mi esposa se incorporó del sillón con una velocidad asombrosa, como si hubiera escuchado al vendedor de marquesitas, y mostrando los colmillos preguntó again: “Ajá, ¿y qué más te dijo Santiago?” Aquello parecía un interrogatorio de la Dirección Federal de Seguridad en tiempos de Bartlett, y estuve a punto de intervenir para detener a las fuerzas retrógradas de la fe cuando mi hijo soltó una potentísima carga de profundidad: “Mi amigo Santiago me dijo que los regalos los trae el Niño Dios”. Mily suspendió modo Tlacotalpan y levitó por la habitación con los ojos en blanco, es decir, sin ver por dónde iba, como vagón del Metro de la CDMX, y su vuelo se turbo alimentó cuando Abel completó la faena diciendo: “Y la verdad, mamá, es que no encuentro fallas en su lógica”. Un trío jarocho se instaló en el cuarto para zapatear el Aleluya de Haendel, la madre aterrizó con hambre de niño y fue cuestión de segundos para que el infante desapareciera devorado a besos. Por mi parte, el trocito de esperanza que alimenté prematuramente en mi interior se fue vertiginosamente al caraxo. Así es esto de ser padre.
El 24 de diciembre por la mañana, Abelito llegó a mis reales aposentos y dijo: “Papá, hoy por la noche viene Santaclós con mis regalos”. “Nop, le respondí, Santaclós no existe, el de los regalos es el Niño Dios y tú mismo se lo dijiste a mamá”. Me miró unos instantes y preguntó: “¿Y qué día llega el Niño Dios con mis regalos” Supe que ese era el momento para ejercer la crueldad pedagógica, elemento central del magisterio paterno, así que agarré y dije: “Se supone que Messi, perdón, el Niño Dios nació hace más de dos mil años, hoy en la noche se celebra su nacimiento, pero en ningún lugar de las Sagradas Escrituras se especifica que sea propietario de una fábrica de juguetes, mucho menos que los reparta en una fecha determinada. Su función es permanecer acostado en un establo de juguete, en un tamaño que por lo general supera tres a uno al de sus papás, los animalitos que lo rodean y los reyes magos, y a broncearse con las luces multicolores fabricadas en China, país donde comen murciélagos. Lo siento”. Abelito se fue.
Al rato la criatura volvió para proponerme lo siguiente: “Papá, creo que me equivoqué, Santaclós si existe, ¿qué tal si le escribo una carta para disculparme por haber dicho que no existía y le pongo qué quiero que me traiga”. Fabuloso, pensé, mientras el alma se me iba por el drenaje: mi hijo ha aprendido a negociar sus convicciones. Le di una hoja y un lápiz. Mientras lo veía escribir practiqué una liposucción a mis esperanzas, que quedaron en su mínimo histórico y, consciente ya de que frente a mí tenía a un probable dirigente político, lancé un ruego sin destinatario: “Me doy por satisfecho con que no me salga americanista. Amén”. Así es esto de ser padre.
Besitos.
Tantán.
Soy aborigen champotonero, licenciado en Ciencias Ocultas y Administración Púbica, adicto a los Pumas de la UNAM y a las tortas de cochinita de Sacha, feliz de haber pasado media vida en reventones, orgías y actividades similares y afligido por haber desperdiciado miserablemente la otra mitad, y dedicado al periodismo para cumplir fielmente la profecía de mi abuelo Buenaventura Villarino, hombre sabio y de fortuna, que más o menos decía así: “Estudia mucho, hijo, o acabarás de periodista”. Besitos. Tantán.