Con el caso Uber quemándole las manos por la irracionalidad del gremio de taxistas que amenazaba con una guerra civil, el gobierno yucateco decidió legislar sobre el tema y desatar lo anudado de una vez por todas, y lo hizo bien. De esa manera estableció las condiciones para la entrada de los “ubertos” y para la competencia leal, en piso parejo, en la que los usuarios sean quienes decidan qué transporte quieren usar; a fin de cuentas, ellos pagan.
Fue así, chitos, como Uber entró en Mérida y lo que son las cosas: la violencia de los primeros días desapareció y el escenario apocalíptico con el que amenazó el FUTV se redujo a nada: el mundo no fue destruido por taxistas enardecidos armados con cumbias de destrucción masiva, trozos de peluche nuclear y el traca traca infernal de una carrocería que ya no recuerda su último romance con la amortiguación. Fue tan fácil.
Usando el sentido común, Rolando Zapata impulsó una ley que acomodó a sus gobernados en esta etapa trimilenaria, de redes sociales y teléfonos celulares, quizá porque entendió que no se puede tapar el sol con un selfie.
Campeche es lo contrario. Aquí los excesos del FUTV, entre ellos el derecho a ser monopolio indiscutido, soberano y altanero, goza de cabal salud gracias al Señor de las Bestias, el gobernador mAlito, que ha impedido la entrada de Uber aplicando discrecionalmente la ley y la fuerza pública e intimidando disidentes. Por ejemplo, a un diputado del Panal que insinuó su apoyo a Uber lo mandó a aplacar con amenazas de muerte.
Como siempre en este pueblo amurallado, el poder, los negocios que desde ahí se hacen, la necesidad de mantenerlo a costa de lo que sea, se impone a todo. El transporte urbano en sus distintas modalidades es una espléndida fuente de riqueza para Alito y sus funcionarios, y las hordas del FUTV son muy útiles en tiempos de elecciones porque ayudan a las marrullerías para retorcer resultados, y eso, para un gobierno que ya no tiene argumentos de ninguna índole para lograr el triunfo salvo el fraude, es cosa de vida o muerte.
Alito, nuestro selfielítico preferido, está tan acostumbrado a mentir que ya no encuentra conflicto alguno entre sus promesas de modernidad y sus impulsos PRImitivos. El Campeche que crece en grande es, en realidad, un bisonte pintado en la pared de una cueva. Su definición de transporte público para la ciudad de las obras monumentales es una travesía en Tsuru 2004 que no incluye antitetánica.
Tal vez por eso cada fin de semana muchos, muchos campechanos viajan a Mérida para fascinarse con el espectáculo de la civilización y olvidar por unas horas la repugnante barbarie campechana, y Plaza Altabrisa se convierte en sucursal de los arcos de San Francisco que no huele a fritanga.
Triste lugar este, el Campeche eterno, que bajo una luna primorosa se inunda de mar y mielda, y en la que un engendro con poder puede hacer lo que guste con un pueblo castrado por la burocracia, que se acostumbró a silenciar su frustración a cambio de una quincena raquítica y un vale navideño para un pavo insípido.
Besitos.
Tantán.
Soy aborigen champotonero, licenciado en Ciencias Ocultas y Administración Púbica, adicto a los Pumas de la UNAM y a las tortas de cochinita de Sacha, feliz de haber pasado media vida en reventones, orgías y actividades similares y afligido por haber desperdiciado miserablemente la otra mitad, y dedicado al periodismo para cumplir fielmente la profecía de mi abuelo Buenaventura Villarino, hombre sabio y de fortuna, que más o menos decía así: “Estudia mucho, hijo, o acabarás de periodista”. Besitos. Tantán.