Hace ya muchos años, cuando pensábamos que la política era una ciencia que requería estudio y por tal despropósito asistíamos a la Facultad, solíamos infestar las calles campechanas durante la madrugada del 2 de octubre para pintar consignas en recuerdo de Tlatelolco. “¡2 de octubre no se olvida!”, “¡Muera el gobierno represor!”, etcétera. Esa era la primera parte del plan. La segunda se consumaba el día 3, cuando comprábamos los periódicos para reírnos del compromiso con la verdad de la liberal y heroica prensa local: “Normalistas de Hecelchakán pintarrajean la ciudad”.
El 2 de octubre de 2010, la madrugada me sorprendió tratando de dormir a mi hijo que estaba bravísimo y me trataba como si yo fuera Díaz Ordaz. Y el resto de la mañana se me fue preparando su fiesta de cumpleaños, el primero de su vida.
Cómo cambian las cosas, caraxo.
Soy aborigen champotonero, licenciado en Ciencias Ocultas y Administración Púbica, adicto a los Pumas de la UNAM y a las tortas de cochinita de Sacha, feliz de haber pasado media vida en reventones, orgías y actividades similares y afligido por haber desperdiciado miserablemente la otra mitad, y dedicado al periodismo para cumplir fielmente la profecía de mi abuelo Buenaventura Villarino, hombre sabio y de fortuna, que más o menos decía así: “Estudia mucho, hijo, o acabarás de periodista”. Besitos. Tantán.