Me cuentan que papás que conocieron la gloria en otros sexenios y ahora vegetan en la banca, urgidos por prenderse otra vez a la ubre presupuestal antes que la miseria los alcance, están aprovechando el fin de curso para sacar a sus hijos de las escuelas donde estudian y enviarlos a Cumbres.
Me siguen contando: el fenómeno migratorio es masivo, al grado que en el plantel de los Legionarios han reconocido a Trump como un visionario. Ante las oleadas de niños educados en el laicismo demoniaco o en la simonía de los polacos (o del obispo, nadie sabe a ciencia cierta de qué lado mascó esa iguana eclesiástica), un muro no es tan mala idea.
La razón del traspaso estudiantil es que al colegio de los herederos de las proezas del padre Maciel asisten los hijos de Alito y de su sonora Crecer pa´Dentro.
Inscribir a sus niños en Cumbres da la oportunidad a los exsolidarios y otras especies de encontrarse, como por casualidad, con la casta política que estos seis años se sacrificará por la vaca campechana hasta dejarla, otra vez, exhausta y anémica, y ya cerca es más fácil el apapacho, la felación verbal, la posibilidad de tejer complicidades y regresar a la nómina.
Ah, el campechito retrechero, cuna del numeroso contingente que sólo sabe ganarse la vida arrastrándose en pos de la quincena, y que hoy, en un fabuloso episodio de humor involuntario, le toca gestionar su mediocridad reptando hasta (las) Cumbres.
Besitos.
Tantán.
Soy aborigen champotonero, licenciado en Ciencias Ocultas y Administración Púbica, adicto a los Pumas de la UNAM y a las tortas de cochinita de Sacha, feliz de haber pasado media vida en reventones, orgías y actividades similares y afligido por haber desperdiciado miserablemente la otra mitad, y dedicado al periodismo para cumplir fielmente la profecía de mi abuelo Buenaventura Villarino, hombre sabio y de fortuna, que más o menos decía así: “Estudia mucho, hijo, o acabarás de periodista”. Besitos. Tantán.