Doña Layda recaló en Campeche, habilitó su mitin portátil, vistió su disfraz de Luchadora Social y armó un escándalo por la develación del busto de Juan Camilo Mouriño.
Era diciembre de 2009.
En aquellas fechas, mi niña Layda no estaba prendida a la ubre presupuestal, como es tradición, sino que se encontraba en una de esas extrañas pausas en que su lucha por los jodidos no le había ganado una diputación federal o una senaduría.
No malinterpreten, tampoco es que le urgiera dinero por andar desempleada, que su papá agarró lo suficiente para que muchas generaciones de Sansores sean inmunes a las atrocidades de la pobreza, esas que sólo sufre el Pueblo Bueno y Sabio.
Además, en aquel 2009 Layda impulsó la candidatura de Fernando Ortega al gobierno estatal y puso a su gente a trabajar para el PRI, y el gordo, que ganó por amplio margen, en justa y solidaria retribución tenía a toda la ganadería laydista pastando feliz en la nómina.
En realidad, la visita de Layda obedecía a otra razón: la necesidad de “hacer” presencia rumbo a las elecciones de 2012.
Así que llegó la ñora y de inmediato celebró argüende en San Román ante el “busto de cuerpo entero” de Juan Camilo: preguntó ¿qué méritos tenía Mouriño para recibir ese homenaje?, culpó al alcalde Ruelas de esa aberración y exigió que la efigie fuera removida porque era “una ofensa para los campechanos”.
Luego, Layda fue hasta el ayuntamiento a solicitar audiencia con Ruelas y la batearon, y unos hombres vestidos de blanco le dijeron “ven”.
Dolida por el desprecio, la Salomé del Trópico sorprendió al edil en una posada del Ayuntamiento, lo puso como palo de gallinero y amenazó con que al día siguiente iniciaría un plantón que sólo quitaría cuando fuera removida esa injuria a la liberal y heroica dignidad.
Pero entonces los medios publicaron declaraciones de doña Gely Mouriño, mamá de Juan Camilo, en las que revelaba que el permiso para instalar el busto lo dio el gobernador Fernando Ortega. Layda metió freno.
Todo iba bien mientras la defensa de la honra campechana podía ser usada contra Ruelas, con quien el sansorismo no tenía ninguna negociación, pero era distinto con Fernando Ortega: la “Lucradora Social” no iba a morder la mano que mantenía a sus liendres y alimentaba su “rebeldía”.
La señorita Layda, humillada, tomó el primer vuelo que encontró y se largó a protagonizar comparsas en su verdadero hogar: la CDMX. Regresó en 2012 para facturar una senaduría.
Mucho tiempo ha pasado, tanto que ya no recordaba este ridículo de doña Jaguara, pero hoy que “celebramos” develación la memoria me trajo a la cabeza la pregunta de la Sansores frente al busto de Juan Camilo, sólo que actualizada: ¿Qué merecimientos tiene el Negro Sansores para que incrusten su estatua en el malecón de mi pueblo?
Sí, entiendo que la clase política, esa que carece de brújula moral, que ha hecho del cinismo una institución y del robo un hábito, honra al Negro y lo imita, y hay razones poderosas para ello: él fue una muy notable personalidad entre el priismo en el momento más repugnante del PRI, un gánster acusado lo mismo de extorsionador que de asesino, un genio inigualable en la ciencia del enriquecimiento ilícito y el rostro más descarado de la impunidad en tiempos de tremendos crímenes impunes. Un Maestro, para decirlo con toda claridad.
Pero fuera de esa cúpula enferma que venera el legado del Negro hubo mucha gente, y hay mucha gente, que ve las cosas sin las distorsiones que invoca la perversión política, y que ahí donde las ratas ven un murciélago y suponen que es un ángel, nosotros vemos a un aventajado ministro de la putrefacción que no merece el bronce sino el lodo, no el recuerdo sino el olvido.
Como Layda Sansores hace catorce años, hoy pregunto: ¿qué merecimientos tuvo el Negro Sansores para que le erijan hoy una estatua de héroe?; y repito aquí lo que ella sostuvo en aquella época: esa mole espantosa es “una ofensa para los campechanos”.
Besitos negros again.
Tantán.
Post scriptum: Ya se atrevieron con el Negro; que no nos extrañe si un día de estos siembran otro adefesio metálico en honor a Alito.
Soy aborigen champotonero, licenciado en Ciencias Ocultas y Administración Púbica, adicto a los Pumas de la UNAM y a las tortas de cochinita de Sacha, feliz de haber pasado media vida en reventones, orgías y actividades similares y afligido por haber desperdiciado miserablemente la otra mitad, y dedicado al periodismo para cumplir fielmente la profecía de mi abuelo Buenaventura Villarino, hombre sabio y de fortuna, que más o menos decía así: “Estudia mucho, hijo, o acabarás de periodista”. Besitos. Tantán.