Después de su extraño triunfo sobre Layda Sansores en 1997, don Antonio González Curi se entercó en borrar la presencia de la hija del cacique y el escepticismo sobre la legalidad del proceso electoral. Necesitaba legitimarse ante los campechanos y para eso recurrió a un clásico: Fernando de Aragón tomó por asalto Granada para distraer a sus adversarios políticos y afianzarse en el poder, escribió Maquiavelo. Inspirado por El Príncipe, don Antonio puso a trabajar la mollera y tuvo una idea que consideró igualmente genial: darle a sus gobernados jarana con el dedo. A su hallazgo lo llamó Mes de la “Campechanidad”.
“Campechananidad” fue un equívoco. La palabra no existe. Pero se mantuvo a flote por la conjunción entre la infalibilidad papal que don Antonio creía poseer y la asquerosa sumisión burocrática de muchos campechanos, para quienes la dignidad, la razón y la Real Academia están subordinadas a la piadosa quincena. Así comenzó este ridículo: multitudes disfrazadas bailando jarana para celebrar un rebuzno.
Más allá del gazapo, la mera celebración era una temeridad. Hace 18 años no teníamos nada que festejar; hoy, tampoco. Seguimos siendo el hoyo negro de la Península con el agravante de que ahora nos colocamos en el último lugar nacional en cuánto indicador gusten; vivimos rodeados de baches, ruinas y desolación y, como era lógico, una nube de moscos portadores del dengue, chikungunya y zika encontraron aquí su paraíso.
Además, somos un Estado disfuncional: en el Camino Real miran hacia Yucatán, Palizada es Tabasco, los carmelitas que no han emigrado son furiosamente isleños y los demás son empleados de Pemex, aves de paso que viven del petróleo y de la nostalgia; Hopelchén y Calakmul permanecen extraviados en medio de la selva y de un problema de límites con Q. Roo; en la frontera narca de Candelaria el orgullo no está en el gentilicio sino en la pertenencia a un cártel; en Champotón hemos sufrido una inmigración salvaje, gente que viene huyendo de la pobreza pero han empobrecido nuestra identidad, es decir, el mixiote ha desplazado al pámpano en verde; y mientras tanto, los liberales y heroicos burócratas siguen encerrados en las murallas, ahora mentales, creyendo que la capital lo es todo.
Más de la mitad de los mexicanos no saben de qué país nos independizamos. Cada 15 de septiembre gritan, lloran y lactan frenéticamente, pero les da igual si es por Zapata el insurgente o por Hidalgo el Niño Héroe. Lo mismo debe suceder con los campechanos y el cuatro de octubre, con una encuesta de por medio comprobaríamos que la mayoría cree que se conmemora el natalicio de Justo Sierra Lavalle Curi.
Pero la inercia burocrática es imbatible. Los gobernantes posteriores a don Antonio han continuado los festejos de San Francisco del Megadrenache y la única ruptura con el creador de la farsa es haber cambiado la vergonzosa “campechanidad” por campechanía.
Así que cada año vemos a toda la fauna del gobierno estatal, de las alcaldías, de las instituciones educativas y un largo y total etcétera haciendo bulto, travestidos de campechanos y dándole a la jarana en nombre de la identidad, cuando en realidad están participando en un sainete ideado por González Curi para que olvidáramos pronto el fraude con el que derrotó a Layda Sansores.
Besitos.
Tantán.
La verdad es relativa, sólo la neta es absoluta.
Soy aborigen champotonero, licenciado en Ciencias Ocultas y Administración Púbica, adicto a los Pumas de la UNAM y a las tortas de cochinita de Sacha, feliz de haber pasado media vida en reventones, orgías y actividades similares y afligido por haber desperdiciado miserablemente la otra mitad, y dedicado al periodismo para cumplir fielmente la profecía de mi abuelo Buenaventura Villarino, hombre sabio y de fortuna, que más o menos decía así: “Estudia mucho, hijo, o acabarás de periodista”. Besitos. Tantán.