Hay campechanadas que rebosan toda noción de lo absurdo, pero como no pretendo cansarlos, les comento nomás tres: la primera, el uso de las direccionales automotrices: las encienden después de tiempo, como si en lugar de advertir que van a girar quisieran notificarnos del éxito de la maniobra: “Ya di vuelta, ¡viva!”.
Otra, el pasmo ante la luz verde de los semáforos; la ven y comienzan a anolar pirámides hasta que un concierto de claxonazos los obliga a moverse, cosa que hacen no sin antes sacar el brazo y mentotearle la madre a los escandalosos.
La última que mencionaré aquí es la campechana terquedad por mandar al caraxo la recomendación de apagar los celulares en el cine: durante toda, todita la proyección tenemos que zamparnos una sinfonía de tonos Telcel, uno más ridículo que otro, pero igualmente molestos.
Y sobre esto último me extiendo: los celulares son una de las muchas desgracias que hacen de una ida al cine un verdadero infierno, porque el costo del boleto es, en sí, un insulto; sobre todo si tomamos en cuenta que la gerencia de los Hollywood apaga el aire acondicionado a la hora que le da la gana y se empeña en imponer el aberrante intermedio, tiempo que sólo sirve para escuchar un disco pirata con los éxitos de Mijares o salir huyendo al pasillo a contemplar los carteles de las películas que nunca van a proyectar.
Y si usted es de los que engaña el estómago con palomitas y refresco, pues ya se la “peletier” (palabra de origen francés, muy usada en Champotón, que significa: “Ya se fregó”). En la dulcería emplean una antiquísima fórmula alquímica para convertir las palomitas en chicle “Montaña” y el refresco en agua, bien fría, eso sí, pero agua simplemente; y ese portento cuesta otros cincuenta pesitos.
Conclusión: en una excursión al cine usted paga una fortuna por sudar como caballo en hipódromo, escuchar las horrorosas canciones de Mijares (dando gracias a Dios por no verlo bailar) o echar una ojeada a los promocionales de películas que sólo verá si las alquila en un videoclub. Si gusta y le quedó dinero, puede comprarse una bolsa de palomitas elásticas e indestructibles y un vaso chico, mediano o grande de agua fría que vale lo que dos o tres garrafones de 20 litros; todo esto para medio ver la cinta, porque lo más común es que la vieja panzona de atrás vaya interpretando la trama en voz alta, segundo a segundo, basando su análisis en el argumento de la telenovela Destilando amor… y como fondo musical, los timbres de los celulares que nunca dejan de sonar. The end.
Marzo/2007
Soy aborigen champotonero, licenciado en Ciencias Ocultas y Administración Púbica, adicto a los Pumas de la UNAM y a las tortas de cochinita de Sacha, feliz de haber pasado media vida en reventones, orgías y actividades similares y afligido por haber desperdiciado miserablemente la otra mitad, y dedicado al periodismo para cumplir fielmente la profecía de mi abuelo Buenaventura Villarino, hombre sabio y de fortuna, que más o menos decía así: “Estudia mucho, hijo, o acabarás de periodista”. Besitos. Tantán.