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El profe Heredia

Hace unos días supe que enfermó, hoy me enteré de su muerte. Recordé.

No sé decirles cómo pero un día supimos que el profesor Heredia estaba formando un equipo de futbol. Era 1980, yo tenía diez años, mis amigos de la cuadra más o menos los mismos y éramos fanáticos de los Pumas de la UNAM. Fuimos a probarnos al campo de la Marina en Paraíso y después del primer entrenamiento me sentí del carajo, creí que quedaría fuera del grupo porque ahí estaban Yin y Laucín, Mimoso, Calín y Romeo Cardeñas, Lonchi, etcétera, todos ellos jugadores extraordinarios mientras que yo era un desastre de pies planos, hombros caídos y una pierna derecha que no despejaba pelotas sino que bateaba jonrones; para acabar pronto, yo era al fut lo que Peña Nieto al inglés. Y sin embargo, entré.

El profe Heredia nos dijo, a mí y a Manolo Sosa, que en un equipo cada quien tenía una función, que no todos podíamos inventar los goles de fantasía de Yin o driblar como Mimoso, pero que lograr una anotación contaba lo mismo que evitarla. Fue así como al grito de pasa el balón o el delantero, nunca los dos juntos, Manolo y yo construimos una carnicería en la defensa central; desde ahí compartimos la gloria de los genios y fileteamos espinillas.

Ganamos muchos juegos, incluyendo uno cardiaco contra los Maristas de Campeche gracias a una atajada milagrosa de Wilberth Pérez, y llegamos hasta el DF a los juegos nacionales del DIF. Fuimos felices.

Luego, la Escuela Secundaria. El profe Heredia enseñaba Inglés y en tercer año, ignoro por qué, me convirtió en su asistente. Mi labor era hacer constar en las listas su curioso método disciplinario: el que cometía una barrabasada o no estudiaba la lección, era castigado con un punto malo que sólo podía ser redimido entregando diez planas copiadas del libro a puño y letra. A una señal del profe, yo sancionaba a mis compañeros con los dichosos puntitos, y después de que él revisaba libretas, otra señal me indicaba que los borrara.

Pronto descubrí que era muy fácil comerciar con los castigos y quitaba puntos a cambio de desayunos, dinero en efectivo, favores y demás. Aquello se convirtió en una industria que de haber continuado me hubiera alcanzado para comprar una casa como la de La Gaviota, pero el profe supo y me degradó. La vergüenza que sentí aquel día la revivo ahora con estas líneas y con la misma intensidad, pero aquel trance me curó para siempre de la enfermedad nacional.

Después de la secundaria lo vi pocas veces, a pesar de vivir a unos metros de distancia, y no recuerdo haber intercambiado con él más que saludos protocolarios. Pero no importaba: las lecciones que aprendí con él seguían ahí, siguen aquí como parte de mi equipaje cotidiano.

No puedo decir lo siento, me parece un atrevimiento ante el dolor interminable de su esposa e hijos; tampoco puedo acudir a resignaciones, bálsamos y demás lugares comunes que la gente usa en estos casos y son aborrecibles. Pero sí puedo decir esto: gracias, profe Heredia, y adiós.


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Soy aborigen champotonero, licenciado en Ciencias Ocultas y Administración Púbica, adicto a los Pumas de la UNAM y a las tortas de cochinita de Sacha, feliz de haber pasado media vida en reventones, orgías y actividades similares y afligido por haber desperdiciado miserablemente la otra mitad, y dedicado al periodismo para cumplir fielmente la profecía de mi abuelo Buenaventura Villarino, hombre sabio y de fortuna, que más o menos decía así: “Estudia mucho, hijo, o acabarás de periodista”. Besitos. Tantán.

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