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Infierno Telcel

Hoy día existen numerosas y sofisticadas formas de aterrar multitudes, como la ortografía de un profesionista o las nuevas prótesis de Layda, pero la peor de todas, créanmelo, es la perpetrada por una empresa de telefonía celular. Hacia donde volteemos hay siempre un espectacular, un anuncio de radio o televisión, un pelo Nokia en la sopa que nos advierten la inminente desgracia: “Todo México es territorio Telcel”. Si usted no ha caído aún en las fauces de la comunicación móvil, le suplico permanezca en ese estado de gracia: Telcel, amigos míos, es la sublimación de la crueldad. Un testimonio:

Mi tío Tomás perdió su celular. Como la edad le ha acentuado tanto su tendencia al reposo como su indiferencia hacia los avances tecnológicos, me pidió hiciera los trámites para adquirir otro, forzosamente digital, y para rescatar su número. No es lo mío hacer favores, pero tío me agarró en uno de los diez segundos anuales que dedico a labores altruistas, y acepté; veloz cual saeta me encaminé al Centro Telcel.

En días más felices visitar este lugar era una tortura asiática pero tolerable: entrando apretabas un botón, recibías un boleto numerado y aguardabas hasta que la pantalla anunciara tu turno. Pero la empresa decidió que el proceso era cómodo en extremo para el peor enemigo: el cliente, y ya no hay boletos ni pantalla, sino una fila larga como un chiflido que conduce a un recibidor de tablaroca; ahí me instalé.

Había transcurrido una era geológica cuando llegué a meta, y no obstante que mis reservas de ecuanimidad estaban agotadas, pude balbucear aceptablemente mi deseo de comprar un teléfono ante un funcionario de mucha corbata y acné. Lo que siguió fue la trágica colisión entre un absurdo interrogatorio corporativo y la vida propia de mi sarcasmo.

-¿Para qué quiere el teléfono? -preguntó el hombre de la cara en la espinilla.
-Para un experimento agrícola –contesté.
-Quise decir que si es para uso particular o empresarial.
-Para uso particular: la maceta es mía.
-Pues no tenemos digitales, puro GSM; regrese en unos días a ver si llegan.
-Muy bien; mientras tanto voy a comprar fertilizante.

Por la tarde, cuando había recorrido casi toda la ciudad y pensaba que sería más fácil comprar una ojiva nuclear, localicé el aparato en uno de esos ciber-cafés que venden de todo, menos café. Entré resignado a ser tratado como forajido, categoría que el comerciante campechano impone a sus clientes, pero aquello resultó la dimensión desconocida: la encargada fue amable, disertó sobre modelos y precios con desenvoltura y finalizó con un exótico ofrecimiento: “Ahorita se los muestro”. Fue tras un biombo feliz de la vida, pero regresó muy apenada porque la llave de la vitrina la tenía el dueño. “Ya le hablé y llega en media hora cuando mucho”, dijo.

Una hora más tarde arribó un personaje de rostro mongoloide, peinado a la Raúl Pozos y un bordado de lagañas que lindaba con la cuadrícula de la hamaca. Era el dueño. Tal vez el abandono prematuro de la siesta anestesió su buena educación y ni las buenas tardes dio, simplemente abrió el aparador y esperó mi elección. Entonces vino la segunda parte del viacrucis: la activación.

El dueño demoró 40 largos minutos llenando formularios, bostezando, pidiendo identificaciones, bostezando, revisando la computadora, bostezando, inspeccionando el teléfono y bostezando, y apenas milésimas de segundo en arrojarme el celular y evaporarse tras una cortina de lagañas donde ya no escuchó mi pregunta sobre la recuperación del número de mi tío. Fue la muchacha quien me iluminó: “Eso sólo en el Centro Telcel”.

Al día siguiente volví al Centro, esta vez con tío Tomás (no era justo que se fuera en seco). Tomamos lugar en la fila de la entrada y transcurridas algunas horas, ante el confesionario de tablaroca, soportamos un aguacero de preguntas estalinianas hasta que el funcionario nos envió a formarnos frente a las ventanillas. El enigma se había resuelto: la primera fila sirve para que te manden a otra.

La nueva fila era un monumento a la parálisis que me produjo unas ganas incontrolables de suicidarme, y de un solo jalón leí todas las frases que adornaban las ventanillas, lo mejor de la filosofía empresarial, pero fue en vano: no llegó muerte bienhechora. A cambio tuve una magnífica alucinación: que traía a Carlos Slim, dueño de Telcel, a su propio matadero y le decía:

-Mi estimado Charly, toma este celular entre tus pezuñitas y cámbiale el número en un tiempo máximo de cien años; de no lograrlo, te voy a dar hasta por debajo de los párpados con un bate con clavos y luego voy a marinarte en salpicón para puchero.

Slim desaparecía lentamente en un caldo turbio donde flotaban trozos de rábano y cilantro cuando mi tío aulló: “¡ya llegamos!”. “¡Pop!”, desperté. Ante la ejecutiva repetimos dos veces nuestra historia, porque en la primera nos dejó con la palabra en la boca, como ordena la política de la casa; y mucho honro a la ejecutiva si, además, les informo que nos atendió con bastante flojera pero con mucho desprecio y hasta nos distinguió con un grito aterrador:

-¡Tienen que comprar una ficha para completar el trámite!

Fui a las cajas aliviado pues no había nadie en la cola, pero aquí la negligencia es una convicción empresarial. Hacinadas frente a una computadora, dos empleadas tragaban dirigibles fascinadas con vaya usted a saber qué. Osé interrumpirlas y me ordenaron que esperara de un modo que todavía me causa ataques de pánico.

El tiempo es una imagen móvil de la eternidad, dijo Platón. Pues bien, varias eternidades pasaron y las muchachas siguieron en lo suyo importándoles un carajo mi presencia. Fue hasta que intenté abortar la misión que una de ellas preguntó: “¿qué desea?” “Una fichita”, dije, con un chisguetito de voz. Mi domadora realizó la operación con visible desdén y sin embargo le agradecí enormemente, porque en esta institución uno aprende el arduo placer del masoquismo.

Volví donde mi tío para presenciar la feroz contienda de Nintendo que la “señito” libraba con el teléfono: apretaba botones a insólita velocidad, el aparato sonaba sin descanso y nosotros contemplábamos impotentes la destrucción. A las mil y quinientas nos entregó el celular, que a estas alturas parecía reata de pinguero cubano en temporada alta, anunció el cambio de número y dijo con siniestra amabilidad: “Estamos para servirles”.

Rumbo a la salida vimos con misericordia a los formados en la fila de registro. Pobres, ignoraban que estaban entrando al infierno Telcel. Fuera del establecimiento, a salvo ya de los esbirros de Slim, dije: “Antes que regresar aquí, tío, prefiero tiznarme la cara haciendo señales de humo”. Mi tío respondió: “¡Mmmjú!”. Que así sea.



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Soy aborigen champotonero, licenciado en Ciencias Ocultas y Administración Púbica, adicto a los Pumas de la UNAM y a las tortas de cochinita de Sacha, feliz de haber pasado media vida en reventones, orgías y actividades similares y afligido por haber desperdiciado miserablemente la otra mitad, y dedicado al periodismo para cumplir fielmente la profecía de mi abuelo Buenaventura Villarino, hombre sabio y de fortuna, que más o menos decía así: “Estudia mucho, hijo, o acabarás de periodista”. Besitos. Tantán.

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