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Las extorsiones de la policía jaguara

Estamos en la Avenida Eugenio Echeverría de Champotón, es un sábado de finales de enero y son casi las once de la noche. Mi amigo, que aquí llamaré Pedro, conducía rumbo a su casa cuando fue abordado por policías estatales, todos ellos encapuchados, que viajaban en una camioneta blanca de las que emiten esa especie de pedo de ballena con la intensidad decibélica de tienda Elektra y en calidad Dolby Atmos.

Después del “oríllese a la orilla”, le exigieron que apagara el motor, le preguntaron de dónde venía y hacía donde iba, lo deslumbraron como a venado tierno con un lamparazo de cazador furtivo, y por fin le ordenaron que se bajara del vehículo con el pretexto de que la camioneta se veía muy sospechosa y procedía “lo que viene siendo una inspección”.

Pedro hizo todo lo que le indicaron y hasta se prestó, después de que lo esculcaron, a una plática que pretendía ser casual mientras lo llevaban agarradito de los codos hasta el frente del vehículo. Pero nunca perdió de vista la cabina, así que observó al policía que con mucho cuidado abrió y cerró la portezuela de la camioneta y luego se escurrió, agachado, hacia la zona trasera.

Pedro corrió hacia esa misma portezuela y al abrirla encontró un envoltorio de papel de estraza blanco tirado en el asiento. Ni siquiera vio de qué se trataba, solamente lo tomó y despedazó mientras regresaba donde los pepos, y se los aventó mientras les recitaba un poema alusivo a unas empleadas de burdel que casualmente eran las mamás de los uniformados.

La yerba se dispersó en el aire, en el nirvana de los cumbancheros Chico Che derramó una lágrima y mi hermano del alma se encaramó en su poderosa camioneta de ocho cilindros y se fue.

Pedro reconoce que fue una temeridad ese arrebato, pero le asiste una razón: él ya sabía de estas puestas en escena de la policía porque en el chat que comparte con otros empresarios alguien había advertido de estas extorsiones.

Y la patraña se confirmó cuando Pedro, temiendo la persecución de los polis, vio por el retrovisor para saber si lo seguían y qué tan cerca estaba la patrulla, y los miró sembrados en el mismo lugar, recogiendo trozos de papel y briznas de mota.

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A ese alguien que alertó sobre los “operativos” lo llamaré Juan. Su historia ocurrió el martes anterior a la aventura de Pedro.

Juan regresaba de cargar gasolina, eran las diez y media de la noche, y a la altura del monumento a la Mujer Campechana escuchó un pedo de ballena en audio espacial: eran los policías encapuchados.

Esta vez la patrulla era de color negro.

Le solicitaron una inspección porque su vehículo, una pickup (las preferidas de los pepos para sus montajes), tenía vidrios polarizados y “se veía sospechosa”. No pidieron licencia ni tarjeta de circulación, no intentaron detectar lesiones en la retina a lamparazos, sólo lo bajaron pidiéndole que llevara sus pertenencias porque lo revisarían primero a él y después lo demás.

Una vez que lo toquetearon, le dijeron que antes de meterse con la troca tenían que hacerle una pregunta que a Juan le sonó extraña: “¿Cargas algo comprometedor en el vehículo?”

La respuesta fue no.

Unos policías lo llevaron hasta la parte de atrás y le hicieron plática, qué frío dejó el Norte, qué jodida está la cosa, un cigarrito, mientras otros se ejercitaban en la farsa de la revisión. Pasado un rato, el poli que se fajaba en el asiento del conductor sacó una hoja de cuaderno hecha bollo y le reclamó: ¿No que no tenías nada que te comprometiera?

Compa, le respondió Juan, primero yo no me drogo ni trafico, si eso está ahí es porque tú lo pusiste. ¿Cómo te atreves a decir que yo lo puse? Te repito, no soy drogadicto, y si quieres comprobarlo vamos a que me hagan unos análisis. Le estás faltando el respeto a la autoridá. Si fuera mía lo acepto y vemos cómo nos arreglamos, pero no lo es. No, pues esto es corralón y te llevo al MP y a ver cómo te zafas. Etcétera.

El caso es que “para no hacerla de pedo” le pidieron cinco mil pesos. Como él les dijo que estaba frío porque había cargado gasolina, le dieron facilidades: que fuera a su casa a buscar el dinero y ellos le marcarían para que se vieran en el parque de La Casona, frente al hotel de los Sansores. Para cerrar el trato le preguntaron su nombre, su número y a qué se dedicaba, él dio sus datos y vio que lo apuntaron en una lista bastante larga. La noche iba bien para los mejores policías de México.

Pero no lo buscaron esa noche.

Tres días después recibió una llamada de un número de Carmen y la voz le recordó que tenían un pendiente, que se vieran donde habían pactado, pero Juan les dijo que no le daría nada. “Perfecto, dijo el poli, no me lo des, sólo te digo que te andes con cuidado porque nos vamos a volver a encontrar y ahí sí te va a cargar la chingada.”

Después de esta experiencia, Juan platicó con un policía local que le confesó que estos “operativos” vienen directamente de Campeche y que los encapuchados no sólo usan envoltorios de mota para sus engaños, también siembran cocaína e incluso hasta armas, como una Beretta vieja. Lo que sea para sacarle dinero a los ciudadanos gobernados por Layda Sansores y cuidados por Marcela Muñoz.

Pues bueno, la policía de Layda Sansores extorsiona. Ya lo vimos. Ahora repartamos culpas.

Si los elementos bajo las órdenes de Marcela Muñoz delinquen por consigna o porque se aprovechan de su ineptitud, no importa: la responsable es ella.

Pero la Sansores trajo a Marce y la protege a pesar de sus fracasos y, además, para acabarla de amolar, resultaría la culpable absoluta de los atracos por las mismas razones que ha repetido Amlo sobre Felipe Calderón y García Luna: es imposible que doña Jaguara desconozca los crímenes perpetrados por su policía estrella, doña Marce.

La lógica de Obrador no deja resquicio para la evasión: la jefa de la banda de extorsionadores #EsLayda y parece que ya tiene hasta su propio toque de guerra: un pedo de ballena en audio de alta fidelidad.

Besitos envueltos en papel de estraza.

Tantán.

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Soy aborigen champotonero, licenciado en Ciencias Ocultas y Administración Púbica, adicto a los Pumas de la UNAM y a las tortas de cochinita de Sacha, feliz de haber pasado media vida en reventones, orgías y actividades similares y afligido por haber desperdiciado miserablemente la otra mitad, y dedicado al periodismo para cumplir fielmente la profecía de mi abuelo Buenaventura Villarino, hombre sabio y de fortuna, que más o menos decía así: “Estudia mucho, hijo, o acabarás de periodista”. Besitos. Tantán.

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